Piel de yegua

 

Tengo un cuaderno donde anoto algunas experiencias de mierda que he vivido por ser mujer. No sé, lo hago a modo de catarsis, creo, o para recordarlas y llevarlas a terapia.
Este libro de Selva Almada me animó a compartir una de esas anécdotas en mi blog. De esas de las que todas tenemos una o varias.

Demasiadas.

Chicas muertas analiza algunos casos de femicidio en la provincia de Entre Ríos, de donde es oriunda la autora. Lo mío es una molestia durante un viaje en micro. Nada más. Una estupidez, para algunos. Para mí fue una verdadera mierda.

Hace unos años, todos los jueves, solía tomarme el Chevallier en Retiro para ir hasta San Antonio de Areco. En ese tiempo salía con un pibe de allá que me esperaba en la estancia donde trabajaba para enseñarme a montar a caballo.  Pasábamos el día juntos hasta que, al atardecer, me volvía a Buenos Aires.

Recuerdo que una vez, subió un chico de unos veintipico en Retiro o tal vez fuera ya en Mercedes. Era verano. Hacía calor. Yo llevaba las botas de montar en un bolso y un saquito que a veces me ponía sobre el short para no cagarme de frío con el aire del micro.

Aunque había muchos asientos vacíos, el pibe se vino directo a sentar al lado mío. El micro arrancó y yo me dispuse a ver el paisaje. Me llamó la atención que mi compañero de asiento no hacía ni un movimiento. Ni un ruido. Ni siquiera había acomodado su mochila. Por el rabillo del ojo lo descubrí mirándome fijo las piernas. «Tenés una piel divina» me dijo. Me sorprendió tanto el comentario que no atiné a contestarle nada, ni siquiera a mirarlo. Me apreté más contra la ventanilla y recé para que captara mi indiferencia. El tipo no dio señales de darse cuenta de mi incomodidad. «No, en serio, se ve que tenés una piel divina. Super tersa. Seguro usás mucha crema». Y no dejaba de mirarme.

En ese momento hizo un ruido acuoso con la boca, como sorbiendo la saliva que se le había juntado en la boca y yo lo miré claramente con disgusto. Quería decirle que era un desubicado de mierda pero estaba paralizada. Nada nos separaba; el apoyabrazos estaba levantado. Seguí mirándolo enmudecida sin saber qué decir o hacer hasta que sentí su mano rozar mi brazo desnudo mientras me preguntaba «me dejás tocarla?».

Me acuerdo que fue una mezcla de asco, miedo, indignación y vergüenza lo que hizo que me levantara como un resorte de mi asiento mientras le decía que No. Fue un No tembloroso. Fue un No cortito que quería también ser un NO ME TOQUES, NO ME HABLES, NO ME MIRES y, por sobre todas las cosas, NO VENGAS A SENTARTE OTRA VEZ AL LADO MÍO. Pero solo me salió un No lleno de cagazo.

Sé que busqué un asiento alejado del pajero, es muy posible que haya buscado sentarme al lado de alguna mujer, pero no recuerdo dónde me senté ni si el tipo me buscó con la mirada, cogoteando a través del pasillo. Lo que sí recuerdo bien es el temor con el que viajé los kilómetros que me quedaban hasta Areco. La incertidumbre de no saber qué pasaría al bajar en la terminal. Me seguiría? Se daría cuenta de que nadie me esperaba? Sabría que tenía que caminar sola por el campo hasta la puerta de la estancia?

Bajé casi corriendo. No tengo la menor idea si él bajó también o si siguió para Rosario. Nunca miré para atrás.

Cuando finalmente me encontré con mi amigo gaucho, le conté por encima lo que recién me había pasado. No le dio mucha importancia. Me tiró un «y sí paisana, hay mucho loquito por ahí» mientras me pasaba la montura que ese día aprendería a ponerle a la yegua, «ojo con esta que es más mañosa que primera novia.»

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