Hace muchos muchos años fue mi primera vez como viajante solitaria. Hice una pequeña valijita, invertí todos mis ahorros en un curso de inglés y partí rumbo a Londres, en un agosto nublado y frío de Buenos Aires.
Era mi primera vez viajando sola y, aunque había estudiando desde chica inglés, al llegar a Heathrow me encontré con un mar de gente y una nube cosmopolita de lenguas y dialectos que me era imposible entender. Millares de ropajes extraños, olores y colores de piel. Había salido, por fin, al mundo.
Tenía viajes anteriores a Estados Unidos y el Caribe, incluyendo Brasil. Pero este era el primer contacto têt a têt, autónoma e independiente, con personas de otro mundo. Había finalmente cruzado el charco. Y sola, mi alma, me las tendría que ver.
Me hospedé en una residencia universitaria donde compartía una cocina gigante con otros estudiantes que, como yo, habían llegado de otros lugares a estudiar inglés y adentrarse en la vida alocada de la ciudad del Thames.
Yo no tenía mucha idea de qué hacer y adónde ir. Llevaba, sí, un listado de lugares que me interesaba visitar pero tenía, ahora, que congeniar la vida estudiantil (el curso, las clases, las lecturas) con los pubs, el tube y el Mind the Gap.
Mis compañeros de residencia se convirtieron instantáneamente en cómplices de salidas, idas al súper y recitales en el Hyde Park. Como si nos conociéramos de toda la vida. De hecho, al llegar y poner un pie en la universidad, unos chicos alemanes-polacos-venezolanos, así mezclados, me recibieron con un «¡Dale, apurate, dejá las cosas en tu dorm y venite al Hyde Park que está cantando Sting! Ah, ¿cómo te llamás?»
Nuestras tardes eran pura caminata. London Bridge, Picadillly Circus, London Eye, Big Ben, Westminster Abbey y la Tower of London. Comíamos noodles casi todos los días, sentados en una plaza durante el lunch break del curso y comprábamos unas cuantas porquerías que recalentábamos a eso de las 7PM como cena «a la inglesa» en la cocina eléctrica de nuestro depto. Creo que en los dos meses que estuve ahí no comí nunca british food.
A veces llegaban a los dorms estudiantes de Arabia Saudita o Jordania. Países que hacía muy poco había oído nombrar por primera vez. Se quedaban algunos días, nos contaban de palacios, príncipes y «el harén de papá». Se manejaban siempre en taxi y se volvían a sus casas cargados con bolsas de Harrod’s o de alguna tienda de Notting Hill.
Hice algunas escapadas de fin de semana que organizaba el instituto con precios moderados para estudiantes. Fue así que visité Bath, Cambridge, Edimburgo y el Lake District. Aprendí sobre poetas, escuché gaita a morir y conocí a un tal Peter Rabbit escondido en las praderas del five o’clock tea. Vi la espada de Willam Wallace, me enteré de un rey que decapitó a sus ocho esposas y caté whisky tras whisky desde las 9 de una mañana.
Me enteré, como quien no quiere la cosa, de que los romanos y los celtas estuvieron por todos lados y que «tatoo» no solo es un tatuaje. Aprendí que Shakespeare nació en un lugar con nombre raro y que las especies de las vacas y los caballos me sonaban de algún lado…
Tuve días grises, sí. Días en los que extrañaba. Tal vez era de tantos días sin dormir, estudiando a la mañana con la pint todavía circulando por mis venas y mi amiga la resaca. Sin duda era todo tan nuevo para mí, tan excitada me encontraba, que necesité en algunos días poner pausa y sentirme triste a la distancia.
Eran días donde me encerraba a leer o salía despacito buscando algún rincón conocido, algún aroma o sabor que me recordara a mi Argentina. Difícilmente lo encontraba y medio alicaída, vagabundeaba. Solía cruzar el Waterloo Bridge y sentir el abandono y la soledad, más que nunca, así como estaba, en medio del tumulto de la Trafalgar Square.
Y en una de esas tardes de absoluto goce nostálgico lo encontré.
Encontré lo que sería mi refugio a partir de ahí, mi antídoto para esas tardes de drama truculento. Subí despacito las escaleras de mármol blanco y me metí. Botticelli, Leonardo, Michelangelo, Raphael, Caravaggio, Rubens, Poussin, Van Dyck, Rembrandt, Cuyp, Vermeer, Ingres, Degas, Cézanne, Monet, Van Gogh, me habían estado esperando para introducirme en un mundo silencioso, lleno de vida. Como escape a la agitación londinense de afuera, acepté la invitación y me sumergí en las profundidades del arte del mundo entero.
No sé qué fue exactamente lo que en un instante me hizo sentir bien. Si los trazos en los cuadros, los colores o los marcos, la luz del lugar, el ruido del piso de madera al caminar o unos chiquitos sentados que estaban escuchando la explicación acerca de un perrito en un extremo de un cuadro. Tal vez fue el orden y la limpieza del lugar. O el silencio contemplativo de los visitantes. Tal vez fue la estética toda, que se me contagió.
Lo cierto es que desde ese día me hice visitante asidua de la National Gallery. Cada día que entraba, me concentraba en nuevas obras. Iba aprendiendo, no sé cómo y así nomás, de sopetón, sobre formas y texturas, sobre temas y artistas, sobre movimientos e historia. Se convirtió para mí en un ritual de exorcismo. Cada vez que me sentía medio bajoneada o que comenzaba a extrañar, agarraba mi mochila, dos o tres pounds y al museo marchaba. Y al pisar el plastificado y percibir el perfume de la madera inmediatamente despertaba.
Hay algo con el arte. Y sé que no descubro nada diciendo esto. Pero no sé qué pasa con la plástica, los cuadros, las imágenes representadas, los objetos en exposición, tal vez el orden en que están dispuestos… algo de esto me traspasa y me calma; me anima, me llama… Viajo en tiempo y en espacio. Veo, me imagino, siento. «Entiendo». La humanidad, entiendo. Ahí estamos todos, en esos cuadros, en esos objetos que me interpelan y me dicen algo. Me incluyen, me ubican. Me hacen sentir bella.
Sentí lo mismo, luego, cuando entré al Britsh Museum. Lo mismo, al terminar el curso, ya en París, en el Louvre y en el Musée D’Orsay. Cuatro años después, en el Musée du Moyen Age, en el de Victor Hugo y con Gaudí en el Parc Gruell.
Quise ver si la experiencia se repetía en mi ciudad y fue así. Busqué otra vez esa sensación de pertenencia, de humanidad y de expresión en los museos de Buenos Aires y la encontré. En el de Bellas Artes, en el Malba, en el Palais de Glace… otra vez boquiabierta frente a la obra artística de tantos de allá y tantos de acá.
Hay algo universal en esta experiencia estética. Algo de alivio frente al reconocimiento en la expresión y en el sentir humano tan diverso y al mismo tiempo tan igual. No sé muy bien qué es, suele despertar en los viajes y en los museos, pero qué bueno saber que puede repetirse en cada instante frente a una obra de arte.
En Londres la experimenté y fue mi primera vez. Y cuando puedo, la repito. Ahora no tanto porque me siento sola o alejada de lo conocido. Sino, al contrario, cuando la vida se empecina en la rutina y me ahoga con lo nimio y chiquitito. Entonces, como diría una vieja amiga mía: «¡arte, arte, arte!»
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